No soy una rebelde sin causa. Ni pretendo llevarle la contraria al mundo. Pero a medida que todos se han vuelto cada vez más 2.0 o 3.0 -incluyendo mi mamá y mi papá, que ahora son los reyes del Whatsapp- yo tengo una necesidad imperiosa de volver a mi vida 1.0. Esa que tenía cuando no había redes sociales. Lo que sería el paleolítico para los millennials.
No porque sea una antisocial. Nada más lejos de eso. (Lo sabrán quienes me conocen) Pero, no sé, me cansé. Me agoté de la sobreexposición y de esa guerra de egos exacerbado por el impulso de los «likes». Y a decir verdad: ¡No aguanto ver un selfie más! #PorLosClavosDeCristo #HastaCuando #PorDios #Sálvame.
Mi primer paso en el camino a la desconexión fue salirme de Facebook. «¡Oh por Dios! ¿Cómo lograste hacer eso?», dirán. De eso hace un poco más de tres años. Mi separación me impulsó a hacerlo. La sola idea de borrar la infinidad de fotos con mi ex pareja, que mi cambio de estado civil apareciera en el muro del gentío que tenía en esa red (de la que seguramente solo me importaba el 5%) y ser víctima de una «stalker» o de varios por el solo hecho de haber tomado la decisión de romper mi relación me llevo a quebrar uno de los mandamientos del social media. «Honrarás a Facebook, más que a tu padre y a tu madre».
Confieso que fue tan liberador, pero tan liberador… Nadie sabía nada de mí y yo no sabía de nadie. Amén. Y lo bueno es que eso me obligó a retomar prácticas olvidadas. Como anotar el cumpleaños de mis verdaderos amigos en una agenda. Llamarlos para felicitarlo o para disculparme por haberme olvidado (Con la excusa perfecta: chama, perdóname, recuerda que no tengo Facebook). Y preocuparme por saber de la vida de la gente que realmente me importa.
El segundo paso lo tomé una noche que venía en el autobús luego de trabajar. Estaba concentrada viendo mi teléfono, cuando, de pronto, subí la mirada y me di cuenta que todos los que estaban a mi alrededor estaban como avestruces con la cabeza inmersa en su celular. Fue una imagen desconcertante. «Que vaina, yo debo verme igual», pensé. Y allí empezó una cadena de pensamientos sobre las horas que pierdo viendo la pantalla, el tiempo que pude haber aprovechado en leer un libro o simplemente ver el camino o el paso de los carros. Qué sé yo.
Desde entonces, mantengo mi teléfono guardado en las horas «improductivas» y procuro aprovechar ese tiempo para darme el gusto de leer, tejer (si, tejo), escribir, ordenar mis pensamientos, hacer anotaciones sobre lo que tengo que hacer. O para cualquier cosa que no suponga gastar megas. Ello lo aplico principalmente en casa, cuando estoy con mi pareja o cuando vamos a comer. Tanto, que lo convertimos en una regla. Y quien quiebra la norma, paga la cuenta.
En verdad, no creo que tengamos que volver a la vida 1.0 Yo soy la primera que se devuelve corriendo si dejo mi teléfono en casa porque es mi herramienta de trabajo. Pero si he procurado pensar más en el autocontrol y en administrar el tiempo que le dedico a las redes, para así poner mis cinco sentidos en aquellos momentos importantes, como cuando mi pareja, mi familia o una amiga quiere contarme algo, cuando degusto un plato delicioso, cuando estoy en un concierto buenísimo o veo un atardecer hermoso. Piensa que no todo tiene por qué compartirse. Hay cosas que deben reservarse para el consumo personal. Y hay imágenes que también podemos tomar con el corazón, (cursi, pero cierto).
No en vano algunos restaurantes se han sumado a la tendencia de no ofrecer wifi a sus clientes, bajo la excusa «la mejor conversación es con quien tienes al frente», como es el caso de la cadena Wok de Colombia. Ni creo que sea casualidad que hayan surgido gestos aislados como el de la actriz Kirsten Dunst, quien prestó su imagen en el video «Aspirational» para hacer una dura crítica a la cultura selfies. Que se haya viralizado el video «Look up» que muestra como la adicción a las pantallas afecta las relaciones personales y el cortometraje Idiots que critica la obsesión por los teléfonos.
Algo nos quieren decir… Pero si estamos pendientes del teléfono, seguramente tampoco nos daremos cuenta.
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